José Donoso y el inventario del mundo *
Sé por experiencia propia lo que significa estar sentado,
oyendo hablar de lo que hemos escrito, y a veces tener ganas de decir “no lo
había pensado, pero si lo dicen, quizás tengan razón”.
Otras veces no nos gusta nada lo que estamos escuchando,
porque nos parece que la cosa no va por ahí. Lo que yo voy a leer no es lo que
normalmente se llama un trabajo académico. Es una especie de diálogo entre
escritor y escritor. No sé si él me contestará, pero me gustaría algún día
saber lo que José Donoso piensa de este escritor y admirador suyo por años.
He llamado a esto “José Donoso y el inventario del mundo”.
“Me gustaría hablar de música, por ejemplo, pero en el fondo
siento que hacerlo sería una frivolidad”.
Judith dice esta frase a Mañungo en La Desesperanza, en un momento de su
travesía nocturna por Santiago, durante esa noche fantástica que no quiere
acabar, esa noche que parece ir tomando, una tras otra, cada hora vivida para
que no se pierda en el tiempo irrecuperable que pasó en un solo minuto. Sin el pensamiento,
el gesto, la palabra, Judith no hablará de música, porque el sentir único del
mundo en esos días es precisamente no tener sentido. Hace once años que Neruda
está muerto, y Matilde Urrutia ha entrado también en la gran noche, en el
silencio de la ausencia definitiva.
Estamos hechos de palabras. Hasta el silencio necesita la
palabra que lo diga. Nacemos e inmediatamente comenzamos a escuchar los sonidos
y a aprender cómo se articula la palabra entre ellos. Rompemos el silencio del
cerebro con las primeras palabras que pronunciamos. Después las recreamos
usándolas, luego, en el papel, queda la sombra de ellas, nada más que la
sombra, y sólo mucho más tarde descubriremos que las palabras son, en sí
mismas, música. Comprenderemos más tarde aún, que un libro es como una
partitura, y finalmente que el habla es como una melodía ansiosa e inagotable.
Escribiendo y hablando cumplimos nuestra verdadera
aspiración. Aunque no creamos gozar de ella, y no seamos conscientes, escribir
será siempre llegar a aquella que llamaré la cosa vital, el instante supremo en
que consideramos que podemos creer que hemos explorado hasta la frontera de lo
inefable los recursos de nuestra propia y personal sonata. Pero siendo las
palabras tantas, las músicas están cruzadas, y lo más fácil es afirmar que
muchas de esas palabras son inútiles, y que muchas de esas músicas no merecen
ser oídas. Y a veces sí, a veces sí lo son.
Tomemos una novela cualquiera. Podemos decir sin mirar: aquí
hay cien mil palabras. Es imposible que todas sean igual de necesarias, que el
mismo grado de necesidad esté presente en cada una de ellas, y aparentemente
nada es más cierto. Pero, cómo podemos tener la certeza de que las palabras que
consideramos inútiles o superfluas lo serán siempre.
Aquellas seis palabras que dicen “En un lugar de La Mancha”
son las más famosas desde que el mundo aprendió a leer y escribir. Sin embargo,
¿serán por eso menos indispensables que aquellas otras del Caballero de la
Triste Figura en la página 524 de la edición mil de El Quijote? ¿Quién puede decir que esas otras palabras de
Cervantes, en apariencia insignificantes, escritas sin más preocupación que la
de satisfacer la lógica conflictiva de un episodio menor, no serían destinadas
un día a desafiar a un mundo de gente timorata?
Las palabras dicen siempre más de lo que imaginamos, y si no
parecen decirlo en un momento determinado, es sólo porque no pueden, o
simplemente porque no ha llegado su hora.
Aquellas palabras de Judith, es más que seguro que José
Donoso las escribió sin pensar demasiado, salieron al correr de la pluma y
están allí. Creo que fácilmente ustedes estarían de acuerdo en que sin ellas, La Desesperanza sería exactamente
igual. De hecho, qué importancia tendría sustraer diecisiete palabras de cien
mil, decir noventa y nueve mil novecientos ochenta y tres. Yo me atrevo a
declarar que esas diecisiete palabras que podríamos considerar superfluas, bien
podría usarlas José Donoso como epígrafe de toda su obra. Porque uno divisa en
ellas una conciencia moral urgida por la verdad.
Tal como en el caso de los individuos, la decadencia de una
clase social, por la propia complejidad ideológica y sicológica de esta
decadencia, sólo desde adentro podrá ser manifestada eficazmente. Un observador
extraño, por muy analítico y perspicaz que sea, apenas será capaz de describir,
se presume que con alguna exactitud, las señales decadentes exteriores, aquello
que aún resta de los triunfos de antes, y las vivencias y las miserias de
ahora, pero nunca la desazón mental profunda que va devorando la sustancia
vital en un cuerpo enfermo. Y jamás el miedo que fue generado por la culpa y
que implacablemente la irá multiplicando hasta tornarlo insoportable, hasta
empujar al suicidio. Sólo el aristócrata Giuseppe Tomasi de Lampedusa pudo
haber escrito El Gatopardo; sólo
el juez Salvatore Satta, conocedor de la vida, pasión y muerte de los hombres y
las mujeres podía haber escrito El Día del Juicio. Fue desde dentro que
unos y otros escribieron, cada cual, verdaderos testamentos de sus respectivas
clases de origen. De hecho, sólo el punto de vista de adentro facilitará al
observador la circularidad completa de la verdad que se exige a la hora de
redactar un documento de las características de una persona o una clase.
No es ninguna novedad decir que los libros de José Donoso
son también, en el ámbito de las circunstancias subjetivas y objetivas de la
historia social y política de Chile y de sus clases en los últimos cuarenta
años, una mirada por dentro. Por eso mismo, una mirada impiadosa. La mirada de
quien sabe. La mirada de quien en ningún momento se dejará sustraer por la
complacencia con que acostumbran a arreglarse todas las decadencias, siempre
fácilmente romantizables, porque son tan apasionadamente románticos el
temperamento del escritor, y quizás, del hombre. Creo que es exacto decir que
en José Donoso existe, para nuestro gozo, el realismo de una razón que se mueve
rectamente en dirección de la fría objetividad y el romanticismo convulsivo de
un sentimiento desesperado frente a la realidad.
El resultado viene a ser la obra trascendente y vertiginosa
a la que hoy rendimos homenaje. Dije antes que la obra de José Donoso considera
y expresa, por la vía del arte y la literatura, la situación social y política
de Chile a lo largo de los últimos decenios, centrada particularmente en sus
clases media y alta. De manera alguna es restrictivo decirlo de este modo: una
obra definida según los patrones fundamentados del realismo crítico, que por
otra parte encuentra plena realización en la novela Este Domingo. Esta obra, me refiero a un supuesto conjunto así
definido, no necesitaría nada más para ser importante, pero le faltaría aquella
dimensión doble de vértigo y trascendencia mutuamente potenciales a que me
refiero. Vértigo y trascendencia serán, pues, los factores valorativos
superiores que dieron a la compleja obra de José Donoso su carácter sin igual.
Sin embargo, el vértigo en este caso no viene de laboriosos
experimentos en el plan del lenguaje y a los que Donoso efectivamente no
recurre, porque hay que señalar que lo que resulta absolutamente revolucionario
es su trabajo sobre la estructura, sobre la trama interna.
Tampoco la trascendencia debe ser percibida aquí como una
presencia metafísica o insinuada de cualquier tipo. En las novelas de Donoso no
existe Dios, o existe, cuando menos se nombra o invoca. El vértigo y la
trascendencia de la que hablo son sólo humanos, terriblemente humanos. El
vértigo del hombre donosiano es el vértigo causado por la descarnada
observación de sí mismo, mientras que la trascendencia es la mirada producida
por la conciencia obsesiva de su propia existencia.
No habrá de sorprender, por lo tanto, que en Donoso
predomine una atmósfera narrativa distorsionada, de origen evidentemente
expresionista, más acentuada que las tonalidades realistas que su obra
igualmente reconoce. La extraordinaria novela El Obsceno Pájaro de la Noche tiene como pariente ontológico
próximo El Gabinete del Doctor
Caligari. No importa el cruzamiento narrado de una obra en la otra, lo exhibido
es un mismo y obsceno precipicio que fascina al lector y al solo espectador
como si estuviera a punto de caer en el interior infinito de un catalejo puesto
al revés.
Los pasillos tortuosos, las partes viscosas, las puertas
falsas, las ventanas abiertas a la oscuridad, las escaleras suspendidas, los
sonámbulos dormitorios de la Casa de Ejercicios Espirituales no fueron puestos
ahí como un modelo a escala reducida del sistema planetario humano. Son su
misma y propia suma, sucesivamente. Como en una novela de Donoso, el mundo
contiene a Chile, Chile contiene a Santiago, Santiago contiene la casa que
contiene al Mudito, y dentro del Mudito no hay ninguna diferencia entre el
autor y la nada.
Cuando al principio de esta tentativa probablemente forzada
para él y seguramente frustrada para mí, de recitar las palabras de Judith, me
referí a aquella noche que parecía ir tomando una tras otra, cada noche vivida,
afloraba ahí lo que se me figura son las principales características del
proceso narrativo donosiano. En primer lugar, lo que llamaría la igualación o
fusión del pasado, del presente y el futuro en una sola unidad temporal, pero
una unidad que es inestable, deslizante.
En segundo lugar, como consecuencia lógica extrema, la
suspensión, la paralización del propio tiempo; lo que sucede desde la llegada
crepuscular de Mañungo, hasta el momento en que vemos a Judith abrazada a la
tierra muerta. Esto no puede pasar en una sola noche, dirá el lector, y
juzgando por las apariencias, el lector tiene razón. No obstante, tendremos que
decir que la noche de La
Desesperanza no es una noche y sí un tiempo otro en que las horas, los
minutos y los segundos se expanden y contraen en una misma palpitación, de
manera quizás intuitiva. O por el contrario, soberanamente inteligente.
Resolver la contradicción que parece existir entre la
apreciación de un contenido que en cada momento se reconoce mayor que su propio
continente, implica una ambición que deja en las sombras la hazaña de Josué,
que hizo parar el sol para poder vencer una batalla. José Donoso para el tiempo
para hacer el inventario del mundo.
Éste habría sido el objetivo si una vocación de semidiós no
lo hubiera orientado hacia expresiones directas de la fuerza bruta. Por otro
lado, no faltan motivos para creer que el mundo clásico griego estaría mucho
menos poblado de brutos de lo que está el resto. Ustedes se preguntarán por qué
esta referencia que tiene que ver más con la mitología que con la literatura.
Precisamente porque el alma de la humanidad, donde quiera que
se haya dispersado, habita un mundo no sólo de nobles e infames ruinas, sino de
restos de construcciones mentales, resultado del paso de las generaciones, y no
sólo de aquello que llamamos basura y desperdicio, sino también de los
escombros y los restos de las doctrinas, de las religiones y las filosofías, de
las éticas que el tiempo gastó y tornó vanas, de los sistemas desmantelados por
otros sistemas, y que los nuevos sistemas han desmantelado. De los cuentos, de
las fábulas, de las leyendas; de los amores y los odios, de las costumbres
obsoletas, de las convicciones súbitamente negadas, de las pasiones que han
muerto y luego renacen, en fin, los restos de Dios y los restos del diablo, y
también del cuerpo, no nos olvidemos del cuerpo, que es el lugar de todo placer
y de todo sufrimiento.
Principio y fin, reunidos y conviviendo el uno con el otro
en circuitos de sangre y kilo y medio de cerebro.
El inventario de casa de Donoso es pues el inventario del
mundo. Tenemos dificultades de acceder a todos aquellos actos y palabras que
suceden en las pocas horas que se cuentan entre un crepúsculo y una alborada.
También diríamos que en la casa de los Cien Pájaros de la Noche (por muy
desmesurada que sea esa arquitectura demencial como la del Gabinete del doctor
Caligari), sería imposible una acumulación tal de seres que se cubren entre
vida y muerte, de una variedad e inutilidad infinita. Animales gordos, chatos,
blandos, cuadrados, sin formas; docenas y cientos de paquetes, cajas de cartón
atadas, escondidas; ovillos de cordel o de lana, zapato impar, botellas,
pantalla abollada, gorra de bañista de color frambuesa, toda aterciopelada como
con flores que crecen bajo el polvo blancuzco, blando, frágil, suave, que un
movimiento mínimo como parpadear o respirar podría difundir por el cuarto,
ahogándonos y fregándonos, y entonces los animales que reposan bajo las formas
momentáneamente mansas de ataditos de trapo, fajos de revistas viejas, baúles y
quitasol; capas, tapas y más cajas, se moverían para atacarnos.
Sin embargo, esta acumulación no es posible sino desde la
mirada implacablemente lógica de José Donoso. Debajo de las cajas y las viejas,
en los mil desvanes de la Casa, en los áticos y en los sótanos, en los
armarios, debajo de las montañas de trapos, y en todo lo que se oculte, hay un
mundo que estaba sin inventariar y explicar, un mundo de seres podridos y de
restos, y había que colocar todos los nombres, los atributos, narrar todas las
existencias hasta el más allá del agotamiento, y como para eso no bastaría una
y muchas vidas, porque cada una de ellas añadiría a su vez restos, sus restos,
no tuvo José Donoso otro remedio que parar el tiempo, subvertir la duración, o
parar simultáneamente Santiago y la Casa, con los justos horarios de todo el
circuito del mundo, para finalmente llegar a decir que aquel lector no tenía
razón, que de lo más a lo menos, todo el universo está presente, en el segundo
en que pronunciamos la palabra.
Y ahora ha llegado el momento del vértigo absoluto, cuando
lo que está encima es igual a lo que está abajo, cuando no hay más Norte, ni
Sur, ni Este, ni Oeste; cuando los ojos miran por encima del parapeto y no
contemplo más que la ausencia de mí mismo... La Última Vieja, la que no tendrá
nombre, porque siempre ha tenido otro —la muerte— se puso al hombro el saco
hecho de mil sacos, la arpillera recosida de mil arpilleras donde el Mudito fue
encerrado con todos los restos de la casa, con todos los restos del mundo, y
atravesó la ciudad en dirección al río. Junto al río, que es la imagen misma
del tiempo que finalmente comienza a moverse, ella está sentada al lado de una
hoguera que desfallece en una sola débil llama.
Papeles, desperdicios, su fuego reavivado durará poco.
Entonces la vieja, que quizás sea la muerte, se pondrá de pie, agarrará el saco
y abriendo círculos en el fuego, en las llamas, quemará cartones, medias,
trapos, mugre, qué importa lo que sea, con tal de que la llama se avive un
poco, para no sentir frío, qué importa el olor a chamusquina, a trapos
quemándose, a papeles. El viento dispersa el humo y los olores, la vieja se
acurruca sobre las piedras para dormir, el fuego arde un rato junto a la figura
abandonada como otro paquete más de harapos, y luego comienza a apagarse el
rescoldo atenuante y se agota cubriéndose de cenizas muy livianas que el viento
dispersa. En unos cuantos minutos no queda nada debajo del puente, sólo la
mancha negra que el fuego dejó en las piedras, y un saco. El viento lo vuelca,
rueda por las piedras y cae al río. Cosido y atado por todos lados, el saco en
que el Mudito fue encerrado es la metáfora del cierre del propio mundo. Cuando
el tiempo se pone en movimiento y el saco es abierto y lo que en él se
encuentra es lanzado afuera, es decir todo, aprendemos resignados que la vida
no es sino una promesa de cenizas.
José Donoso no ha hecho más que parar el tiempo, ¿para qué?
Sólo puedo ofrecerles una respuesta: que Donoso lo ha hecho simplemente para
que pensáramos despacio, muy despacio, si somos en verdad humanos. ¿Lo hemos
pensado? ¿O es que seguimos encerrados en el saco de nuestra propia absurdidad,
esperando la hoguera y las cenizas como quien renunció ya a la vida?
Si el escritor es, como creo, quien nos persigue con
preguntas, entonces José Donoso es de los más grandes. Por eso, y por ser quien
es, le doy las gracias.
________
* Texto de uma conferência lida no Colóquio “Donoso, 70 años”,
organizado pelo Departamento de Programas Culturais da Divisão de Cultura do
Ministério de Educação e a Faculdade de Filosofia e Humanidades da Universidade
do Chile, entre os dias 5 e 7 de outubro de 1994. A conferência foi publicada
posteriormente no livro Donoso, 70 años
(Santiago: Ministerio de Educación, octubre 1997).